Nadie
puede afirmar que filosofía no sea la clase en la que hay que darle más al
coco. Al terminar una sesión, los alumnos solemos presentar algún que otro
síntoma característico: migrañas, náuseas, alguna que otra jaqueca... Hasta es
posible que se haya producido alguna que otra noche de insomnio. Bueno, vale, quizá
esté que exagere un poco.
Sin
embargo, hay un hecho que es irrefutable. Cualquier estudiante que presta
atención en clase (uno que atiende, no uno que se duerme) acaba tremendamente
desconcertado. Simplemente, es inevitable. Antes o después, sucede. Obviamente,
este fenómeno se debe a que la filosofía es la única asignatura en la que
realmente se incita al alumno a preguntarse el porqué de las cosas (de ahí las
consecuencias tan aparentemente nefastas).
No
obstante, me gustaría proponer un cambio de perspectiva. Es decir, estamos
considerando el rol del estudiante, pero ¿y si nos fijamos en el punto de vista del
profesor? Imagina que tienes un grupo de, pongamos, 25 personas, mirándote
fijamente y sin entender ni una palabra de lo que estás diciendo. ¿Cómo te
sentirías? Probablemente, te quedarías con la misma cara de tonto que todos
esos chicos que están sentados delante de ti.
Si
te paras a pensarlo, siempre va a haber más de un punto de vista posible. En
cualquier situación, no importa lo rebuscada que sea. De algún modo u otro y
por muy imposible que parezca, alguien ve la realidad de un modo completamente
distinto a como lo ves tú.
La próxima vez que estés en filosofía y tengas la
sensación de que no entiendes ni papa, acuérdate de esta entrada y dale vuelta
a las tornas. Trata de imaginarte que eres el profesor y después mira a tus
compañeros y sus expresiones faciales. Te aseguro que disfrutarás como un
enano.
“No solemos considerar como personas de buen sentido sino a los que
participan de nuestras opiniones” François de la
Rochefoucauld
Jorge G.
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